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El Valais es espectacular, no cabe duda: el Matterhorn, Zermatt, Saas Fee, el Gornegrat, decenas de cimas de nieves eternas y glaciares por doquier, pero también hay muchas infraestructuras: trenes, teleféricos, remontes mecánicos, hoteles y restaurantes. Si lo que buscas es la verdadera autenticidad del Valais o Wallis en alemán, sólo tienes que alejarte un poco de los valles más concurridos e ir a parar al valle de Lötschental, un lugar anclado en el tiempo, y dónde podrás sentir la vida de los Alpes de hace uno o dos siglos.
Bienvenidos al Valais más salvaje.
Cruzando el Lötschental
El valle de Lötschen limita al oeste con Leukerbad, al este con el famoso glaciar Aletsch, al sur con la carretera que separa los valles del norte y del sur del Valais y al norte con los Alpes Berneses. De hecho está más cerca del Jungfrau que del Matterhorn. Su acceso es muy sencillo y se da desde la carretera de Visp dirección Sierre cogiendo el desvío hacia Gampel. La carretera al principio no tiene interés salvo que a pocos kilómetros de Gampel está el pueblo de Goppenstein del que parte el tren que cruza el Valais hacia Kanderstegg en los Alpes Berneses. Este tren transporta muchos pasajeros y coches que permiten pasar del Valais al Berner Oberland en un cuarto de hora.
Tras recorrer unos cuántos kilómetros empezamos a cruzar los primeros pueblos del valle: Ferden, Kippel, se sucedían en un día que cada vez era más gris y dónde las primeras gotas de agua hicieron acto de presencia. Hemos de decir que la primera impresión fue un poco decepcionante. Pensábamos que la carretera se enfilaría endiabladamente, que tendría decenas de curvas imposibles y que cruzaría pueblos asomados a precipicios. Y aunque todo era bonito no tuvimos la sensación de llegar a un sitio excepcional.
Afortunadamente, estábamos profundamente equivocados y es que a pesar que no tuvimos curvas imposibles, el paisaje sí que era cada vez más exuberante y mágico.
Wiler mereció una visita de media hora, y tenía su encanto aunque aquí la presencia del hombre era evidente y lo más auténtico estaba aún por llegar. Aún así dimos un paseo y dimos con una tienda-taller de las temidas máscaras, aunque estaba cerrado.
Nuestro destino era Blatten, y al llegar allí pudimos comprobar, lo inexplorado del lugar: apenas había publicidad, ni hoteles, ni Zimmer Frei. La presencia del hombre era muy limitada y prácticamente sólo era palpable en las obras que iban salpicando distintos tramos de la carretera.
Una profunda sensación de aislamiento se apoderó de mí. Entendí que estaba entrando en una parte del Valais anclada al pasado, que olía a antiguo y en el que la modernidad no lo había inundado todo. Un lugar, dónde los mitos del Wallis estaban más presentes que nunca y entre ellos los Tschäggätta.
Sí, este nombre, que se asemeja a un estornudo y que nosotros llamábamos simplemente Tachaga y que Jan, el pequeño de la familia, denominaba Machaga, tendría vital importancia en nuestra visita a Blatten.
Blatten, las raíces del Wallis
Blatten es el pueblo más auténtico del Lötschental y seguramente de todo el Valais germánico. Cuando llegamos llovía ligeramente y el día era desapacible y fresco. A pesar de ello cogí el paraguas y la cámara y me lancé a descubrir el pueblo. El resto de la tropa se quedó durmiendo en el coche.
Desde el parking y al otro lado del río ya hay una excelente panorámica del pueblo y sobre todo de su conjunto arquitectónico, compuesto por las casas tradicionales de la región. Los Raccards son antiguos graneros de madera que se caracterizan por estar encima del suelo alzados gracias a unos pilotes de madera y a unas piedras planas formando así un voladizo para impedir que ratas y otros roedores pudiesen entrar en las construcciones y devorar lo que había dentro.
Cuando cruzas el río y subes hacia el pueblo ya puedes apreciar el carácter auténtico y ancestral de Blatten.
Los raccards se asoman al río, algunos están restaurados y habitados, otros son talleres de algún artista tallador de madera u otras profesiones antiguas. Otros siguen cumpliendo su antiguo cometido y están llenos de heno y paja.
Lo que más me sorprendió fue la sensación de aislamiento que se respiraba en el ambiente, supongo que la lluvia ayudaba, pero también que todas estas construcciones estuviesen rodeadas de hierba que crecía libre y salvajemente a su alrededor. Aquí no había nada bien cuidado para atraer más turistas. Su belleza radicaba en su autenticidad y en la comunión con la naturaleza que se respiraba andando entre sus casas.
Paseando entre el verde húmedo de la hierba y el marrón negruzco de la madera mojada, descubrí a los Tschäggätta, colgados de las fachadas de las casas. Estas máscaras impresionan bastante por su fiero aspecto, pero sobre todo imaginar el carnaval con gente cubierta de pieles de cabra y oveja y estas máscaras demoníacas no debe ser apto para timoratos o niños.
Fascinado por esta tradición pagana originaria de la Edad Media me fui a buscar a Isa y los niños para pasear todos juntos por el pueblo y jugar a descubrir más máscaras entre las fachadas de casas y raccards.
No pudimos hacer bonitas fotos luminosas y con balcones llenos de flores, ni qué decir que no hubo cielos azules ni nubes blancas, pero lo pasamos genial buscando Tschäggättas y descubriendo la infinidad de detalles que hay en el pueblo: un jardín lleno de gnomos, una repisa de una ventana llena de animales, escobas y otros utensilios en una puerta.
Además, las fieras máscaras me sirvieron para tener controlado al pequeño espartano de cara a futuras travesuras y es que en nuestro apartamento también teníamos un pequeño Tschäggätta y, cómo no, me fue de utilidad en alguna ocasión, pero eso ya es otra historia...
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